La naturaleza de Islandia es primitiva, casi indomable. Solo por esto, podrías llegar a la conclusión de que recorrer la isla en carretera es una bobada. ¡Pero no! Para eso está el Hringvegur o, si lo prefieres en inglés, Ring Road. En otras palabras, se trata de la carretera circular de 1300 kilómetros que le da la vuelta al país. Hoy voy a contarte cómo fue nuestra aventura de 48 horas en esta ruta.
Al abrir la puerta de la camioneta, un olor a huevos podridos me llega de golpe; hasta Reikiavik llegan los vapores volcánicos. Estoy en un estacionamiento, el sol está saliendo y yo estoy listo para iniciar la aventura.
Ralf, mi compañero de viaje y yo queremos darle la vuelta a Islandia por vía de los 1332 kilómetros de la Ring Road 1, que en algunos tramos está asfaltada y en otros no. El desafío está en aprovechar esta escala y hacer el trayecto en 48 horas, ya que en dos días tenemos que emprender nuestro regreso a Estados Unidos.
La primera etapa comienza por Almannagjá, traducible como “la garganta de todos los hombres”. Aquí se encuentran las placas continentales euroasiática y americana. La zona no solo es interesante desde el punto de vista geológico, sino también político. En la cercana Thingvellir se reunió el primer parlamento islandés nada menos que en el siglo X.
La siguiente parada de nuestra ruta circular es el valle de Haukadalur, donde el olor a azufre vuelve a cobrar dimensiones dramáticas. Nos encontramos en una pedregosa depresión salpicada de líquenes y musgo por la que se abren paso pequeños arroyuelos. De repente, a cinco minutos a pie del lugar en el que hemos estacionado el vehículo, escuchamos el primer alboroto.
En ese mismo momento se levanta al cielo una columna de agua. Tenemos el Strokkur a la vista, el géiser más activo de la isla, que regularmente escupe un ardiente chorro de agua y vapor de entre 20 y 30 metros de altura.
Conducimos solo cinco minutos más y nos esperaba otra bruma de agua pulverizada: es Gullfoss, la “catarata dorada”, cuyo nombre está envuelto en míticas leyendas. Pasamos de largo junto a la Laguna Azul, donde podríamos habernos dado el primer baño, pero como suele haber mucha gente, buscamos en el mapa a su menos conocida hermana, la Laguna Verde, más al norte.
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A continuación, nos queda un buen trayecto. Pasado Selfoss volvemos a tomar la carretera circular. Hemos decidido hacer la ruta en el sentido contrario a las agujas del reloj y conducimos 300 kilómetros a lo largo de la costa entre fantásticos paisajes de escarpadas laderas basálticas. Pronto oscurece, pero la luna llena cubre todo de una luz irreal, incluido el gigantesco valle glaciar frente al que decidimos por fin estacionarnos a un lado de la carretera.
Si hubiéramos sabido dónde habíamos aparcado, nos habrían asaltado espantosas pesadillas apocalípticas. Y es que justo por allí, donde descansa nuestra Renault, una avalancha de agua glaciar derretida lo arrastró todo en 1996, tras la erupción de un volcán en Vatnajökull. Todavía descubrimos las vigas dobladas de acero de un antiguo puente justo al lado de nosotros con la luz del amanecer.
Con catastróficas imágenes en la mente, el baldío de Skeiðarársandurs, el helado “sandur” o planicie sedimentaria del sur, tampoco nos resulta muy tranquilizador. Grandes pedruscos, riachuelos, musgo y líquenes cenicientos sin fin. No es casualidad que por este inhóspito páramo discurra el último tramo que se construyó de la carretera circular, allá por los años setenta.
Sin haber desayunado, arrancamos de nuevo y en solo media hora llegamos a la laguna glaciar de Jökulsárlón. Por poco nos la pasamos, pero un vistazo al navegador nos reveló que detrás de la presa que discurre a la izquierda de la carretera hay un lago. Paramos y escalamos el muro que corre en paralelo a la calzada y, al otro lado, nos encontramos con un magnífico paisaje. El cielo es de un azul acerado, y sobre la superficie lisa del agua flotan los icebergs. La estampa se recorta sobre el fondo de la enorme lengua curvada de un glaciar. El ruido de primer barco turístico de la mañana rompe el silencio.
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Apenas unos minutos más adelante, volvemos a quedar boquiabiertos. Ante nosotros se extiende un auténtico parque escultórico: la playa a nuestra derecha es negra, de basalto molido. Está repleta de trozos de hielo, algunos del tamaño de una canica, otros como un contenedor de grandes. Por suerte para nosotros brilla el sol, algo poco habitual en el otoño islandés. Los trozos de hielo brillan en todos los tonos imaginables de azul turquesa. Mientras seguimos conduciendo llega el medio día.
A esta hora ya tenemos hambre, pero afortunadamente solo nos queda una hora hasta la siguiente parada, la villa pesquera de Hofn, en la costa sudeste. En el restaurante Kaffi Hornid nos zampamos una hamburguesa de carne de reno con papas fritas, y pronto volvemos a ponernos en marcha. Hasta Mývatn, en la norteña meseta central, aún nos quedan 360 kilómetros por la carretera circular. La Laguna Verde, los baños naturales de Mývatn, cierran a las 21:30, así que todavía tenemos siete horas de margen. Hasta ahora la carretera ha estado bastante bien.
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La costa oriental de Islandia, que ahora podemos contemplar a nuestra derecha, tiene forma dentada por sus numerosos fiordos. Este tramo de la Ring Road puede poner nerviosos a los conductores acostumbrados a carreteras bien asfaltadas, precisamente nuestro caso. Pero lo que prima es el asombro al admirar los espectaculares brazos de mar con los que está trazada la costa y las gigantescas montañas a nuestra izquierda.
Se trata de pirámides de basalto y afiladísimas aristas que se recortan contra un cielo que, poco a poco, se vuelve de un profundo azul oscuro. El Berufjörður, con sus 35 kilómetros de largo, queda detrás de nosotros, pero cuando alcanzamos los 600 metros de la meseta central de Islandia, el termómetro se desploma por debajo de los cero grados y un remolino de nieve comienza a bailar delante del parabrisas. Aquí se termina el asfalto y volvemos a conducir entre sacudidas sobre la grava… hasta que finalmente se hace de noche. Ya pasan las siete y media de la tarde.
El olor sulfuroso vuelve a meterse en la camioneta. Es una buena señal, porque cuando se eleva ese tufo, los manantiales de aguas termales no pueden estar muy lejos. Atisbamos unas columnas de humo que refulgen en tono anaranjado. Provienen de las solfataras, algo así como pequeños volcanes, colinas rocosas por las que la zona más activa de Islandia expulsa sus ardientes vapores. Un cartel refleja la luz de las luces del vehículo: Mývatn Nature Bath. Justo antes de aparcar, un ratón atraviesa la calle, el primer ser vivo con el que nos cruzamos en horas.
Entonces casi nos quemamos los pies. La cuenca pedregosa de la Laguna Verde está tan caliente que duele. Pero el alivio es bien grande, la fría temperatura exterior sube y baja en la cálida laguna de color verde pastel, mientras las nubes vuelven a formarse sobre el cielo negro. Nos quedamos contemplándola una buena media hora hasta que las luces se apagan. Son las 21:30 y aún tenemos que conducir 100 kilómetros hasta Akureyri.
Elegimos la ciudad más grande del norte para pasar nuestra segunda y última noche en Islandia. El motivo es que aquí tienen muy buena cerveza, la Einstök, fabricada en la propia ciudad. Cerca de la media noche vemos al fin las luces de la localidad, un espectáculo casi desconcertante después de todo un día de sobredosis paisajística islandesa. En la oscuridad, sobre el borde occidental de un gran fiordo orientado hacia el norte en dirección a Groenlandia, aparece Akureyri como un gigante marino varado sobre la playa. El aparcamiento público del centro de la ciudad nos servirá como refugio para pasar la noche.
Aún tenemos algo de reno en el estómago, así que nos dirigimos directamente a la barra de un bar. Enseguida vemos fluir la Toasted Porter de barril, una cerveza negra con cierto aroma a café, muy al gusto de los países escandinavos. Hay que decir que los islandeses saben cómo alegrar la noche y la edad no supone ningún problema si pretendes salir de fiesta hasta las tantas, lo cual deducimos contemplando el ambiente intergeneracional que reina en el bar.
El día siguiente comienza con prisas, porque debemos estar en el aeropuerto a las dos de la tarde y antes hay que devolver el autos y montarnos en la lanzadera que nos llevará hasta el aeropuerto de Keflavik, un trayecto de unos 45 minutos. Según el navegador, son cuatro horas de viaje desde la ciudad del norte hasta la capital, así que conducimos directo, haciendo una única parada en una gasolinera para tomar café y perritos calientes.
Todavía estamos a unos 400 metros sobre el nivel del mar, hay cuatro grados bajo cero y una quitanieves nos retrasa. Lo que viene a continuación es una árida estepa salpicada de algunos pradillos verdes por donde pululan las ovejas. Atravesamos zonas de tundra y campos de lava cristalizada por los que la carretera serpentea como la decoración de azúcar de un postre.
Cuando entramos en el patio de la empresa de alquiler de vehículos, el registro del cuentakilómetros marca 1600. Al sentarnos por fin en el avión, recapitulamos: recorrer Islandia en 48 horas es una locura, pero se puede hacer.
Consejos de viaje para Islandia
- Cómo llegar: puedes encontrar vuelos con Norwegian, Vueling, Icelandair, Iberia, Primera Air Nordic y WOW Air desde otras ciudades europeas.
- Alojamiento en Reikiavik desde $ 110 USD .
- Autos de alquiler: puedes encontrar una gran variedad de vehículos de alquiler (desde $ 33 USD al día) aquí. Si quieres alquilar una camioneta para acampar, visita campeasy.is o kukucampers.is. A la hora de contratar el seguro, comprueba que estén incluidos los gastos por daños en pistas de tierra.
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- Ruta: la ring Road 1 tiene 1332 km de largo y no está asfaltada en la parte noreste. A las afueras de la ciudad, la velocidad máxima permitida es 90 km/h en carretera y 80 km/h en pistas. En www.road.is puedes encontrar información sobre el estado de las carreteras. Aquí está estrictamente prohibido conducir bajo lso efectos de alcohol y la tasa límite es cero.
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Artículo de: Stefan Weißenborn, Periodista en Berlín
Foto principal: NidoHuebi/iStock Photo
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